Me entregué con devoción a la tarea: me senté con las piernas cruzadas, apoyé las manos sobre mis muslos, dejando las palmas laxas, y cerré los ojos. Inspiré, espiré, varias veces, dejando que el vacío tomara mi mente, intentando parar el torbellino de ideas que bullía en mi cabeza.
Sabía que era fútil dejarme llevaron mis sentimientos en aquel momento, recrearme en ellos, preocuparme por cosas del pasado que no podía cambiar, ni por eventos de un futuro aún no materializado, así que dejé de luchar contra ellos, me alejé, y los observé desde una prudencial distancia.
Pude reconocer mi ira, una masa carmesí, pulsante, en una constante amenaza de expandirse y ocuparlo todo, pero levanté un muro entre ella y yo. Pude observar mi miedo, una sombra azul acurrucada contra una esquina. Levantó un instante la cabeza para animarme a unirme a él, pero yo preferí mirar para otro lado. Pude admirar la inmensidad de mi dolor, una ominosa forma negra y viscosa, que envenenaba con pegajosas manchas oscuras todo lo que había a su alrededor, pero no dejé que se me acercara.
Más allá de los confines de mi mente, mi cuerpo físico seguía respirando, incansablemente. Me elevé, centrándome solo en la sensación del aire invadiendo mis fosas nasales, contrayendo mi diafragma, expandiendo mi abdomen y escapándose en forma de silenciosos suspiros que acariciaban mi lengua al salir. Incliné la barbilla sobre el pecho y me centré en el aquí y el ahora, apartando de mi ser todo aquello que no perteneciera al presente más inmediato.
Mi mente se había convertido en un claro cielo azul. Solo oía el leve murmullo del viento entre árboles que no podía ver. Mi cuerpo se asentaba firmemente en la madre tierra mientras que mi cabeza se elevaba hacia el firmamento. Me recreé en la contemplación mental de ese imperturbable e infinito manto de paz que se sostenía gracias a la determinación con la que mi respiración se mantenía contante.
Un rápido pensamiento cruzó mi mente, un rostro hostil, un grito de dolor; pero no permití que mi mente explorara ese recuerdo, de la misma manera que no permitiría que mis ojos abandonaran la contemplación del cielo para seguir el vuelo de una golondrina.
Otras golondrinas siguieron a la primera: una era una idea acerca de lo que podría haber hecho, otra un recuerdo de lo que había ocurrido, la tercera, un temor de lo que quedaba por venir; a todas las ignoré, dejando que cruzaran mi cielo mental y siguieran su silencioso vuelo, hasta volver a perderse más allá de los confines de mi propia mente.
La cuarta tenía una marca de fuego. Cruzó el cielo dejando tras ella una estela negra como la muerte, antes de interrumpir su vuelo para empezar a caer. En llamas. Gritaba mientras se precipitaba y mi ojo mental la siguió, horrorizado, mientras los restos de su cuerpo carbonizado caían antes mis pies.
Abrí los ojos.
La madre tierra estaba húmeda bajo mi piel, mohosa y hedionda. La oscuridad imperante solo era contrarrestada por la humilde llamita de una vela de cebo, que estaba a punto de consumirse y el único sonido en la estancia lo hacía la rata que roía las mugrientas mantas que hacían de jergón. Las paredes a mi alrededor eran oscuras y lóbregas, y no había el más mínimo resquicio que me permitiera ver la luz del sol, pero sabía que el amanecer estaba cerca. En breve vendrían a buscarme.
Y entonces sería yo quien estallaría en llamas y gritaría, bajo un claro cielo azul.