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Rebeca

El inspector Miura tiró la colilla por la ventanilla del coche antes de entrar en el garaje del Hospital General. No le costó mucho encontrar aparcamiento, a esta tardía hora estaba casi vacío. Las manecillas del reloj del coche le chivaron que eran casi las once de la noche y su estómago le rugió que aún no había cenado. Ni almorzado. “Primero tengo que terminar con esto”.

El hospital era un edificio alto, blanco, aséptico. No se oían más sonidos que el ocasional zumbido de una ambulancia. Podía ver algunas luces encendidas, pero la mayoría de las ventanas eran pozos negros. Miura miró hacia arriba, apreciando la considerable altura del edificio. El hospital más moderno del país, el gran orgullo de la sanidad pública recién estrenada. Suspiró el aire viciado que guardaba en sus pulmones, apurando su cigarro al máximo. Un cartel le agradecía con brillantes letras azules que no fumara en el interior y él era demasiado escrupuloso para pasarlo por alto. Estrelló la colilla contra el suelo húmedo y avanzó esquivando los charcos hasta la entrada principal.

Las enormes puertas de cristal le abrieron el paso, pero un fornido celador se lo volvió a cerrar.

—Lo siento señor. Ya no es hora de visita.

Miura, hastiado, sacó la placa y la puso frente a su rostro mientras miraba a su alrededor.

—¿El ala de cirugía?

—Planta tercera, pasillo sur. Suba por esos ascensores.

Musitando un gracias, fue hasta el ascensor y esperó a que las pesadas puertas de metal se abrieran. Dentro del cubículo metálico sonaba una irritante musiquilla que no le dejaba pensar, y él necesitaba hacerlo. “Debo pensar cómo enfocar este asunto. La chica está herida, y si no sobrevive, no hay testigo. Y si no hay testigo, no hay caso”.

Al abrirse las puertas del ascensor ese olor le asaltó. El olor a antibióticos, a enfermedad, a batas blancas. Se dirigió hasta el mostrador en penumbra y esperó a que una de las enfermeras saliera de un cuarto contiguo para atenderle. Antes de que la joven le recordara que a esas horas no se podía estar allí sacó su placa, dejándola como quien no quiere la cosa sobre el mostrador.

La enfermera la miró un instante antes de preguntar.

—¿Viene a ver a la chica?

Miura asintió.

—¿Qué habitación es?

—La 313.

—¿No ha tenido visita, verdad?

La enfermera negó.

—Ella no parece esperar a nadie.

Asintió. Ya esperaba esa respuesta.

—¿Cuál es su estado?

La enfermera dudó un momento antes de contestar.

—Quizá preferiría usted hablar con un médico.

—No me importa, sólo necesito que me diga cómo está.

—Se supone que yo no estoy autorizada para…

Miura esbozó una sonrisa cargada de sarcasmo.

—Me parece por hoy haremos una excepción.

—Está estable —la chica parecía dudar todavía—. La operación fue bien. Tenía la bala alojada cerca del pulmón, parece ser que al entrar había roto una costilla, pero lo peor era el neumotórax.

El inspector encarnó una ceja.

—Explíquese.

—Eso es cuando hay aire en la cavidad pleural, es decir, cuando el aire sale de los pulmones y se aloja en la cavidad torácica. Pero los cirujanos lograron reducirlo y extraer la bala sin causar más daño. Así que se pondrá bien.

—Entiendo —Miura asintió despacio—. Así que su vida no corre ningún peligro.

—No por el momento.

—Muy bien. ¿Puedo verla? —preguntó sólo por cortesía.

Como esperaba, la chica asintió.

—La séptima puerta —señaló la habitación que rezaba 313-314.

Miura avanzó hacia la habitación por el oscuro pasillo y a medida que lo hacía pudo ver al oficial que estaba de guardia frente a la puerta, sentado en una, a todas luces, incómoda silla de plástico. Miura lo reconoció. Era uno de los nuevos, recién salidito de la academia, con ganas de comerse el mundo y que estaba firmemente convencido de que su talento se malgastaba con el papeleo y las guardias que le tocaba hacer. “Principiantes” bufó en su mente. El joven se levantó de la silla al verle y Miura no tuvo ninguna duda de que fue más por descansar el culo que por respeto a su superior. Escrutó en su mente un momento, intentando recordar su nombre. Era un apellido común. “González, Jiménez, Hernández, o algo así”.

—Buenas noches señor.

—Buenas noches, Martínez —aventuró.

El chico hizo una casi imperceptible mueca con sus labios que le indicó que se había equivocado de apellido, pero no hizo ningún comentario. “O bien es demasiado educado para corregirme, o bien me tiene miedo”. Esperando que fuera lo segundo entró en la habitación. Una educación que le impidiera contradecir a alguien no era útil en un buen policía.

La habitación tenía dos camas, pero la chica estaba sola. Intentó ocultar su sorpresa al encontrarse con una niña. El informe provisional decía que tenía veintiún años, pero en realidad no parecía tener más de diecisiete. Era posible que aparentara ser más joven, pero en un caso como este, se sentía más inclinado a creer que la chica había mentido con respecto a su edad, y seguramente también habría dicho un nombre ficticio. No había presentado ninguna documentación, ni siquiera una falsa. La chica le miró con sus acuosos, enormes ojos negros y se encontró a sí mismo comparándola con su Rebeca. “¿Cuál será su historia? ¿Cómo ha terminado aquí?”. Sobrepuso su deber a sus propios pensamientos mientras se sentaba en una silla al lado de la cama. Miró un momento al joven oficial antes de hacerle un gesto para que esperara fuera. Lo último que necesitaba era un aficionado en el interrogatorio.

No salió hasta casi una hora más tarde. La chica no había hecho más que confirmar lo que él ya sabía: había venido de Rumania con la promesa de un buen empleo para enviar dinero a su familia, pero se encontró en medio de una red de prostitución que la extorsionaba para alquilar su cuerpo. Al final, había conseguido escapar, no se sabía muy bien como, llevándose una bala alojada en el pecho. Lo más importante, era que podía testificar contra los mafiosos que la habían esclavizado. Y sería un buen testimonio, tuvo que admitir, podía dar nombres, lugares. “Al menos, será lo suficientemente sólido para iniciar una investigación policial que podría acabar en un par de detenciones o incluso, con el desmantelamiento de la red”.

Condujo despacio de camino a casa, pensando en lo que iba a hacer. Le gustara o no, no tenía alternativa. Quería acostarse a dormir, se encontraba agotado, pero primero debía hablar con el hombre del que recibía órdenes. Marcó el número de memoria y se sentó en la mesa de su despacho mientras esperaba que descolgaran.

—¿Sí? —la voz que le llegó desde el otro lado de la línea sonaba pastosa.

—Soy yo —contestó sin más.

—¿Has visto a la chica?

—Sí.

—¿Y?

—Su estado es mejor de lo que pensábamos.

Miura hizo una pausa, dejando que su interlocutor pensara, mientras abría el cajón y sacaba un paquete de tabaco. No hubo ninguna respuesta.

—Además —continuó al fin, exhalando el humo del tabaco—, está dispuesta a testificar a cambio de protección policial.

—¿Qué te ha dicho?

—Lo suficiente.

Su interlocutor gruñó al otro lado de la línea.

—Esa chica tiene que morir.

Miura no dijo nada. Eso ya se lo esperaba.

—¿Hay mucha presencia policial en el hospital? —la voz del otro hombre sonaba monocorde, desapasionada.

—No. Sólo un oficial junto a su puerta —Miura dio una nueva calada a su cigarrillo, mortificado. Estaba firmando la sentencia de muerte del joven y ni siquiera era capaz de recordar su nombre—. En la comisaría no tienen ni idea de que la chica sea un testigo tan importante.

—Bien, mandaré a uno de mis hombres esta noche. ¿Qué pasará con el testimonio que te ha dado?

—No tendrá mucha relevancia jurídica una vez que haya muerto —admitió—, pero de todas maneras, puedo falsear su declaración, al fin y al cabo he sido el único en hablar con ella.

—Sigue así, Miura —el mafioso sonaba complacido—. Lo estás haciendo muy bien.

El inspector se revolvió incómodo en su silla, contrariado por el dudoso halago, pero no colgó.

—¿Pasa algo? —le preguntó—.¿O es que quieres hablar con ella?

—Por supuesto que quiero hablar con ella.

El otro hombre rió sardónico como toda respuesta y Miura oyó como dejaba el auricular sobre la mesa. Pensó de nuevo en Rebeca, en cuanto tiempo hacía que no la veía y se tenía que conformar con las migajas de su voz. Pensó también en cuantos asesinatos había ayudado a cometer y en cuantos más debería colaborar para que ella estuviese a salvo. Sentía asco de sí mismo, y de su situación. “Pero por el bien de Rebeca no tengo elección”.

Sus pensamientos se esfumaron tan pronto como llegaron en cuanto oyó la voz de la joven al otro lado de la línea, calmándole como un bálsamo. Se recostó en su asiento y apagó el cigarro, dispuesto a disfrutar al máximo del mejor momento del día.

—Hola Papá.

1 comentario en «Rebeca»

  1. Buf, qué fuerte. He de reconocer que este relato me ha sorprendido, no me esperaba para nada el giro brusco que ha dado a mitad. Jajajaja, no es por nada, pero tengo que felicitarte otra vez, se ve que además de la temática homoerótica, eres buena escritora de cuentos. No sé. Repito que me gusta tu estilo, está muy pulido, y no tienes nada que envidiar a otros escritores/as que publican. Y te lo digo yo, que llevo leyendo prácticamente ininterrumpidamente desde los 3 años, todo tipo de literatura. Con que te diga que perdí mi inocencia con los libros… (sí, mi madre tenía una biblioteca muy ecléctica, y yo era un lector precoz… jajaja). Además, considero que un buen cuento es más difícil que de escribir que una novela, en un cuento no puedes entrenerte en cosas superfluas, y tienes que captar la esencia de algo. Aunque fíjate, yo he escrito algunos cuentos, es un género que me gusta mucho, y así gané algunos premios (las novelas se me resisten…).

    Y muchas gracias por tus comentarios. Me siento un poco tonto por decirlo, pero es verdad que me animas un montón, las pajas te relajan, pero los ánimos te hacen seguir adelante, ¿no?

    Y sí, mi profesor de historia (y encima también profesor de Arte y tutor de este año) es políticamente incorrecto. Yo me llevaba fatal con él. Curiosamente era gay, pero me daba mucho asco. Se insinuaba continuamente conmigo, estuve a punto de hablarlo con mi padre, pero en el último momento deseché la idea. Buff. No quería que mi padre lo supiera, me daba como vergüenza. Pero este tipo, además de ser un profesor deplorable, me ofrecía hasta porros a la salida del insti (no es por nada, pero creo que los profesores deberían cortarse a veces, no??), por no mencionar sus comentarios asquerosos y sus preguntas desagradables. En fin. Todo un espécimen. Y encima misógino. Parecía que iba clase sólo para ligar con los chicos jóvenes. Él y otro alumno me las hicieron pasar canutas jajaja, la verdad es que es la primera vez que hablo de esto, es un poco tonto. Por lo menos ya no voy a tener que volver a verle más, ni aguantar sus tonterías.
    Y lo de pagano… bueno, mi madre lo era, quiero decir, cree en la Diosa y todo eso. De hecho se fue a Menorca a vivir en una especie de comuna con gente pagana, donde yo nací, y cuando era pequeñito celebraba los esbaths y lo sabaths, y me educó un poco en ese mundillo. No sé si eso me convierte en pagano o no… no sé. Ateo al 100% no soy, interiormente siempre he creído en algo, y un pelín en el destino. Pero aquí en Madrid estoy solo, con mi padre que es ateo convencido… en fin. Esto de la religión es complicado. Pero creo que la religión pagana es de las más hermosas, y siempre habrá una parte de mí que crea en eso… las religiones monoteístas llenas de preceptos… no fueron hechas para mí, desde luego.

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